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El felino y la luna

El felino y la luna

14 junio 2020

Esto que voy a contarles es un secreto que llevo desde hace milenios. Como mi memoria empieza a llenarse de cosas y un par de veces he confundido un personaje histórico con otro, voy a dejar las historias más importantes anotadas. En rollos de papel, dentro de este frasco enorme.

Los dejo leer, si gustan, pero no pueden llevarse nada de aquí. Lo sabré de inmediato. Sin embargo, pueden contárselo a otros. Eso no va en contra de las reglas. Al fin y al cabo, la primera manzana ya salió del árbol, a quién le importa.

Como decía, aquí va lo que voy a contarles. Atentos.

La luna no siempre ha sido lo que ustedes ven. No crean que lleva milenios ahí, de esa forma. Ahora es ese queso redondo, que los dioses devoran hasta dejar media cáscara vacía y luego vuelve a llenarse, para deleite celestial. Pero antes no, señores.

Antes era el juguete preferido de los dioses más pequeños. Una hermosa pelota, que se desinflaba y volvía a inflar cada mes. Una pelota perfecta, lisa, que reflejaba la luz del sol y se volvía brillante, a veces devolviendo el reflejo de la tierra que tenía debajo. La había inflado el mismísimo jefe, allá arriba, para sus preferidos. Además, por alguna razón desconocida, estaba prohibido tocarla cuando llegaba la mitad más oscura de la jornada. Se decía que cosas terribles ocurrían si se descolgaba la pelota brillante del cielo en la noche.

Entre los dioses, pequeños o adultos, por más curiosidad que despertase, nadie se atrevía a desafiar semejantes chismes. Tampoco es que hubiese hecho falta. Es que, como ya sabemos ustedes y yo, ¿qué es lo que siempre ocurre cuando algo no está permitido? Alguien más viene a comprobar lo que en secreto queremos saber.

En esta ocasión, el que vino fue un pequeño gato.

Un felino común, salido de quién sabe dónde. Peludito, de color negro y ojos verdes. Nadie lo notó mientras se acercó al techo de la casa más alta del pueblo humano. Nadie lo escuchó saltar, hasta arañar la superficie de la pelota y caer, para volver a intentarlo una y otra vez. Dicen que algunas lechuzas lo notaron, pero no son conocidas por ser el animal más acusador del universo. Si entre los dioses, alguien más que yo lo pudo ver, lo desconozco.

Lo que importa es que, en un momento, la pelota-luna estaba en el cielo y, al siguiente, aquella bola de pelo negra se la llevaba en la boca a su escondite. Luego, aparecieron otros gatos. Mudo de horror, todo el panteón divino observó al astro ser arrastrado por las calles oscuras, rebotando de un lado a otro, arañado y mordisqueado, hasta que al fin los felinos se olvidaron de él, abollado, arrugado en un rincón de una plaza.

El jefe volvió esa mañana, con terrible resaca. Debía tener unas cuantas historias interesantes, por los rastros de labial en su cuello y la camisa mal abotonada. Pero no había juerga peor que la que nosotros habíamos presenciado. Al final, podíamos tener que presenciar algún desastre más. Nadie quiso hablar primero.

A mí fue al único que preguntó.

—¿Qué ha pasado con pelota-luna? —sonó su voz de trueno. De fondo: la promesa de los peores tormentos según lo que yo respondiese.

No me quedó más que extender mi dedo y señalar al culpable. En aquel momento, el pequeño gato dormía junto a los restos de la desinflada pelota brillante. Sobre el empedrado de aquella plaza, yacían cientos de fragmentos de lo que había sido el capricho perfecto de su Excelencia.

Temí por aquella bola peluda, lo confieso. Sentí verdadera lástima. No sería la primera vez que por una sola noche de juegos se extinguía toda una raza. Que se lo preguntasen a los pobres dodos, que tuvieron el atrevimiento de comer la flor preferida del jefesote.

Así que inspiré profundo y cerré los ojos, esperando que el final no me incluyese también a mí, en calidad de testigo. Entonces, tal vez al saberse observado, el minino despertó.

Temblé un poquito. No voy a mentirles. Vi al jefe ir a su encuentro, todavía con el paso un poco afectado por su propia travesura nocturna. Y el gato negro avanzó, también. Con tanta ligereza, que pasó rozando su lomo contra sus pantorrillas en lo que fueron varios ochos, ida y vuelta, sin ser interrumpido por ninguna tormenta de ira divina.

Sé que todos los que observábamos, desde arriba, sentimos una corriente fría por nuestra espalda. El minino se recostó y mostró su estómago al jefe, en muestra de absoluta insensatez.

No podíamos ver la expresión del jefe desde donde estábamos. No había forma de saber cuál sería el siguiente foco de explosión. El gato seguía frotándose el costado contra sus divinos pantalones.

Finalmente, ocurrió.

Oímos el gemido aterrador.

El sonido fue tan insólito, tan extraño a cualquier otro que hubiésemos oído en toda nuestra existencia inmortal.

El jefesote, de pronto, estaba arrodillado junto al felino, con una mano acariciando ese estómago peludo.

—Ohhh, pero si eres tan hermoso. Te has portado mal, pequeño, ¿eh? —dijo, con su voz convertida en el susurro de la brisa marina, al amanecer.

El gato, a sus pies, recibió las caricias con el motor de su pecho encendido al máximo.

De los dioses pequeños y su juguete perdido, ni recuerdos.

De las terribles consecuencias para los que debían cuidar al astro-pelota, nada de nada.

Pero, eso sí. Los gatos se ganaron un lugar de privilegio en el sector vip del panteón. Y los demás, en festejo por la bienvenida al nuevo favorito del jefesón, recibimos una luna renovada, con funciones totalmente distintas.

Porque nunca más quedará sola, pobre luna. Ahora será parte de las grandes fiestas celestiales. Estará siempre con nosotros, en forma de queso enorme, que podremos ir devorando hasta dejar las cáscaras y recibir una distinta el mes siguiente.

***
Escribí esta historia la semana pasada, para enviarla a un concurso en Instagram, pero se me pasó la fecha y no lo envié. Increíble, pero olvidé mandarlo. En fin, lo dejo por acá, espero que lo disfruten.
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